París, siempre nos quedará París.

PARÍS

Escuchando música francesa y viendo imágenes de una de las capitales del mundo que más me gustan, inmediatamente tuve uno de mis flashback, y me acordé de ella.

Mi tía Elvira, tía abuela para más señas, había nacido en una aldeíta de Teruel, pero en busca de mayor calidad de vida, sus padres y sus cinco hermanos se trasladaron a Valencia.

Cuando nació, todavía no había finalizado la Gran Guerra, y pronto vendrían los “años locos”, que en nuestro país distaban mucho de ser felices, con una sociedad muy rural y todavía poco industrial, con mucho proletariado y unos cuantos señoritos que eran los amos, los p…. amos como ahora dirían mis hijos y/o sus amigos. Después vino la crisis de 1929 y los aciagos años posteriores que ya conocemos.

En aquélla época ya se sabe lo que pintaba la mujer y cuál era su único designio, de manera que habiéndose casado todos sus hermanos y siendo ella la pequeña, sí o sí tenía que espabilar. Y por si no fuera poco la época y sociedad que le tocaron vivir, se tuvo que enamorar del malote del pueblo, (vivía en una ciudad cerca de la capital), y, naturalmente, se casó con él.

Ni un mes duró su encantamiento porque pronto se dio cuenta de que ese sapo “revenío”, como se dice en Albacete, nunca había sido príncipe, y mira que algún bienintencionado le hizo sutiles advertencias, pero es que no había otra, tocaba casarse.

Demasiados años duraron los malos tratos, no solo físicos, también psicológicos, y harta estaba de querer denunciar y que la mandaran a casa porque tocaba ajo y agua, pero cuando ya era la mofa y sorna de todo quisque porque «la otra», no era ni siquiera la querida de postín de las de la época, sino una mujer fatal, de las que por entonces se decía que se dedicaba a la mala vida, entonces ya se tuvo que plantar. Y claro, encima de cornuda, apaleada y nunca mejor dicho (o peor, según se mire), porque el escándalo fue mayúsculo, o sea, además de haber sido maltratada, vejada, humillada, para más inri y por dar el paso, la malota fue ella.

Así que, en una época en la que los españoles emigraban tanto o más como ahora nuestros jóvenes, cogió su petate y a París se fue.

Era obvio que cuanto más lejos mejor, pero se fue a París sin estudios y casi con lo puesto, y, lógicamente, solo tenía dos alternativas.

Descartada la primera, optó por ser empleada de hogar, pero qué narices, entonces eran chachas, las Gracita Morales de las películas, y oiga, a los franceses les molaba un montón tener una chacha española.

De francés no sabía ni “papa”, hasta el punto que al principio se entendía casi con lenguaje de gestos y signos, pero poco a poco fue defendiéndose. Aquélla casa en la que servía sí que era una casa de empaque, y ¡tanto que lo era! Y ella, que no pudo tener hijos, prácticamente crio a los de los “señores”.

AA Gracita Morales portada revista3

El año que podía visitarnos en navidad, siempre nos repetía que los “señores” comían quesos de postre, muchos quesos y que las chicas utilizaban anticonceptivos, y se llevaban a los novios a dormir a su casa ¡¡¡Oh mon dieu, quelle horreur!!! Mi madre casi se santiguaba y mi padre huía por la retaguardia para disimular, total, que con su francés cómico nos contaba cosas que nos parecían curiosísimas y que era increíble que sucedieran en tan lejana ciudad, porque para nosotros París era tan remoto como Singapur.

Cuando finalizaba la navidad, se marchaba con su característica maleta, como esas del Rastro que vi hace poco, y: “Au revoir ma tante”. Tras su ida, aterrizábamos en nuestro planeta, era la España setentera, nada que ver con esas experiencias extraterrestres que ella nos contaba, ¡mira que tomar queso de postre! ¡Habrase visto! ¡Vamos hombre! Nosotros a inflarnos de vitamina c, que para eso mi padre tenía campos de naranjos.

Finalmente se jubiló y se refugió en su terreta y en el pisito que había podido comprar con sus ahorros mientras ejerció tantos años de Gracita Morales, ¡qué menos!

Ya con nosotros, cada dos por tres, salía a relucir su tremenda vida, los quesos y los anticonceptivos que se tomaban las hijas de los señores, hasta que, poco a poco, se fue demenciando.

Un buen día empezó a traernos cosas que sacaba de los contenedores de basura y no tenía más obsesión que regalármelas. Imaginen mi cara, hasta que no hubo más remedio que ingresarla en un centro porque era más que patente que necesitaba controles y cuidados especiales.

Una noche, ya con noventa y dos años, nunca más despertó.

Allá arriba sigue viajando a la ciudad del amor, no se quiere desprender de su maleta, esa tan típica. Así que, tía, no te preocupes, cuando todos estemos entre nubes, te acompañaré, mi francés no es cómico como el tuyo, yo me defiendo, y podré traducirte, porque ¿sabes? Siempre nos quedará París.

Recordándola a ella y a todas las Gracita Morales de la época.

@angels_blaus

Otoño.

  Emma había tenido amores en las cuatro estaciones. Con el paso del tiempo, una tarde, cuando ya se veían las hojas caer, casualmente, escuchando una bonita canción de Joaquín Sabina, llegó por fin a ese convencimiento, y es que no había nada comparable con  los amores otoñales, por lo que decidió descartar definitivamente, los que surgían cuando el frío aprieta o el calor asfixia.

Ella, que había sido tan avanzada, ella, que siempre había nadado contra corriente, ella, que alardeaba de su autosuficiencia, que tantas veces había navegado entre dos aguas, y muchas, entre grandes marejadas, ella, a la que le habían repetido cual gota malaya, que todo no se podía tener, sí, sí, esa, descubrió que, más vale tarde que nunca, que un amor maduro no tiene parangón, que nada se asemeja a la complicidad que surge aun cuando esta supere con creces a la pasión.

Y es que, cuando el sosiego logró invadir su ritmo y su rutina, mientras se regocijaba en ese éxtasis que era muchísimo mejor que cualquier otra sensación, a la par que pensaba: ¡ya era hora diantres!, cuando ya muchos temas y congéneres le resbalaban, cuando logró convencerse de la realidad de tantas mentiras que habían presidido su existencia, cuando superó la estafa del siglo y aquellas cantinelas que estaban tan normalizadas, como ese retintín machacón: “quien bien te quiere, te hará llorar”, cuando logró enviar a lugares nada perfumados, todos esos clichés, tantos engaños y desengaños, en ese justo momento, surgió su amor otoñal.

Emma había sido vapuleada psicológicamente en no pocas ocasiones, pero fundamentalmente en una relación que la marcó como a un toro bravo de la mejor ganadería, cogieron un hierro candente y en todo el costado, marcaron sus siglas. Entonces no se sabía lo que era el maltrato psicológico, ella solo sabía que por más que otros le dijeran que era una mujer muy válida, en su casa, en su refugio, su pareja con sus actos, sus ninguneos y sus engaños, le demostraba todo lo contrario. Era su peor enemigo y ella no lo sabía. Hubo episodios dolorosísimos, tal vez uno de los más marcados con aquél fuego candente, fue la etapa de su embarazo, cuando literalmente se vio repudiada por quien era el padre de su hijo, hasta el punto que en lugar de verse bellísima, como están muchas embarazadas, o como así les hacen sentir, se veía monstruosa, no porque lo estuviese, sino porque se lo hicieron creer, tan es así que optó por renunciar a su lecho conyugal y así, a la par que empezó a dormir en otra alcoba, y en tanto crecía su deseado hijo en su seno, comenzó a pensar que todo había acabado.

Y así, poco a poco, su estado de ánimo que estaba por los suelos casi siempre, se empezó a parecer a una enfermedad crónica, se sentía como una muñeca rota, a lo sumo, según épocas, como una muñeca rota en su jaula de oro, pero siempre hecha añicos. Un buen día, tuvo el coraje de hacer tabla rasa, aunque pudo impulsada siempre por el apoyo de sus padres, sí, esa familia de la que él le había apartado, pero que nunca la abandonó. 

La apartó de su familia, de sus amigos, hasta el punto que solo vivía por y para él, algo que descubrió tarde y cuando lo hizo, siempre le consoló el consabido refrán: “nunca es tarde si la dicha es buena”.

¡Y tanto que lo fue! Cuando consiguió reunir toda la fuerza necesaria para hacer tabla rasa y partir de cero, comenzó a edificar una vida nueva, aun cuando siempre sintiera que aquella herida nunca terminaría de cicatrizar porque cuando le invadían los recuerdos, la herida supuraba, y no supuraba agua limpia, todavía estaba infectada, pero su única solución consistió en afrontar con naturalidad ese aciago episodio y dedicarse a ayudar a otras mujeres que habían pasado el mismo calvario. Era una mujer más empática que nunca y eso le reconfortaba.

Así fue como Emma logró recomponerse, con sus cicatrices, unas cerradas, otras no, pero lo logró, ese fue su gran triunfo y en esa etapa en la que la paz reinaba en su vida, esa paz tan ansiada y por fin alcanzada, precisamente surgió su amor otoñal, ese con el que se quedó para siempre, cuando el frío no aprieta ni el calor asfixia, cuando no todas las hojas caen porque las hay caducas pero también perennes.

     Lo venimos escuchando, leyendo, y los profesionales, también viendo. A veces, un insulto, las faltas de respeto, los continuos desprecios, los vacíos, los eternos silencios, duelen más que un bofetón, a veces, solo a veces, el maltrato psicológico es mucho más pernicioso y es tremendamente ardua la tarea que consiste en recomponer los añicos de la muñeca rota. Este tipo de maltrato es el más silente, el más difícil de probar y existe cada vez con más asiduidad en determinados sectores o capas sociales donde todavía reina la vergüenza y la actitud, educación y pensamiento incrustado,  enraizado hasta la última célula, aquello de que la ropa sucia se lava en casa, pero no por ser tremendamente complejo es imposible salir de ese círculo tan dañino. Toda mi empatía con quienes sufren este devastador mal.

       @angels_blaus