Hubiera querido acompañarle en el último tramo del viaje…
Le conoció en uno de los momentos más aciagos de su vida y contra todo pronóstico, con Samuel obró el milagro.
S. y S., Samuel y Sara. Ambos habían ya atravesado el ecuador de sus vidas, ambos llevaban demasiado peso en sus mochilas, pero su reencuentro las aligeró. Hacía años que no sabían nada el uno del otro, y un buen día, el azar les unió otra vez, pero por entonces Samuel ya padecía esa maldita enfermedad.
Sara se percató de inmediato, tenía signos evidentes de estar recibiendo tratamiento, pero hizo caso omiso y tras demostrar que no le daba importancia a ese aspecto de enfermedad inequívoca, ninguno de los dos quiso desaprovechar la oportunidad que les brindó el destino, por lo que, tomándose el mundo por montera, emprendieron una corta pero intensa aventura.
Samuel seguía conservando el mismo tono de ojos: azul intenso. Aun sin pestañas, la dolencia no le había robado su mirada transparente, una mirada que ella nunca olvidaría. Bastó el reencuentro y mezcla de colores, aquél cristalino con el ocre de los ojos de Sara, para que del amalgama, surgiese un azul ultramar y así fue ese episodio, porque al estar prejubilados se permitieron saltar el charco, cada cual con su mochila ya menos pesada. Poco necesitaban, tan solo exprimir un tesoro que se habían encontrado lejos de indiscretos y maledicentes, por lo que allá se fueron, allá, a la sombra de bosques exóticos.
Ni las horas tenían sesenta minutos, ni los días veinticuatro horas. El tiempo es relativo, depende de cómo y con quién se viva. No les obsesionaba ningún reloj, simplemente habían logrado fusionarse con la madre naturaleza: amanecían cuando el sol salía y anochecían cuando el sol se escondía.
Olían la hierba mojada cuando llovía hasta que dejaban grabado en su memoria ese aroma, se bañaban desnudos en calas recónditas. Si no pisaban la arena, se adentraban en uno de los muchos jardines con palmerales que casi llegaban a la orilla y disfrutaban de esos parajes tropicales inconfundibles, donde en el mar se ve reflejada la arboleda.
Descubrieron lo que parece obvio pero no se plantea nadie o casi nadie en circunstancias normales, aunque ambos se cuestionaban qué es la normalidad y es que, realmente, para vivir se necesita poco cuando solo se quiere eso: vivir en sentido literal y vivir para ellos era ver puestas de sol y disfrutar del grandioso regalo que supone contemplar un amanecer, era disfrutar de los cinco sentidos, oler, ver, escuchar, saborear y tocar, palpar, era respirar…
Aplicaron como máxima aquéllo de «más vale tarde que nunca», aunque lo hicieron como último recurso porque no haberse dado cuenta de algo tan básico, les generó cierta frustración y rabia, rabia también por no haberse reencontrado antes. Pese a ello, compensaban ese sentimiento con otro que neutralizaba la decepción y era la satisfacción de dar gracias, gracias a cada alborada como si fuese la primera y a su vez la última.
¿Qué quieres Samuel?, le preguntaba muy a menudo Sara, y él siempre respondía lo mismo: «Levantarme y respirar, nada menos y nada más».
Cuando a Samuel le empezaron a fallar las fuerzas, no tuvieron más remedio que regresar de ultramar y aterrizar otra vez con el reloj puesto y la mochila todavía ligera pero con algo más de peso, el de la congoja. Aunque cada cual vivía en su casa y en ciudades distintas, Sara quiso seguir acompañándole pero repentinamente él desapareció y lo hizo sin dejar rastro. Ya no se comunicaban ni le contestaba por ningún medio, no respondía a sus correos electrónicos ni a sus mensajes y así pasaron seis eternos meses, hasta que un día Sara supo que ya no regresaría nunca más.
Pudo averiguar que quiso que se lo tragase la tierra para cruzar la última travesía a solas y aunque ella, con el paso del tiempo, se esforzó por respetar y entender esa decisión, hubiese querido acompañarle en ese tramo póstumo.
* Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia y fruto de mi imaginación, aún así, cuando te toca vivir una situación extrema y límite, es cuando te percatas de la fina y casi traslúcida frontera que existe entre una dimensión y otra y es cuando te asalta un temor, la duda con mayúsculas:
¿Qué tendría que hacer para poder decir: «Confieso que he vivido»?
D.E.P: P.O.N.P
@angels_blaus