Me llamo Minerva.

Me llamo Minerva y soy puta. Así comenzaba este nuevo periplo de quien realmente se llamaba Carmen G.G. Sus terapias comenzaban el ciclo de grupales y lo que ella creía que solo ocurría en las películas cuando veía reuniones de alcohólicos anónimos, resulta que era auténtico.

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Cuando era pequeña era la nena, y en verdad, siempre fue solo nena. Tuvo un yo verdadero, fuerte, altivo, poderoso, pero jamás se lo dejaron mostrar. Primero estuvo sometida a su padre, después a su hermano, más tarde a su primer novio, a los siguientes, a su marido, hasta que tras su divorcio, tuvo otro novio que acabó siendo su chulo.

Carmen o Minerva, tanto daba a esas alturas en las que ya no sabía quién era, aunque siempre supiera quién hubiera querido ser, era una mujer esbelta, rotunda, pero no consiguió brillar con luz propia. Siempre hubo alguien o algo que la oscureció. Cuando conoció al novio que se convertiría en marido, la introdujo en ambientes para ella totalmente desconocidos, hasta que se acostumbró. Para ellos era frecuente el intercambio de parejas, el consumo de sustancias… Hasta que un día despertó y tuvo la osadía de alejarse para siempre de él y de ese ambiente. Pasó un tiempo prudencial, ese tan necesario que los expertos calculan en un año de duelo, y a partir de ahí, de nuevo se enfrentó al mundo, ilusionada, creyendo que esta vez sí pisaría fuerte, pero Carmen era fruto de su época y no pudo sobreponerse a ella.

Diez años después de nacer, explotó el mayo francés, el famoso «Mayo del 68», y aunque todo empezó a verse de otra manera, lo cierto es que en esa España del 600 todavía quedaba mucho por andar, de manera que como mujer, siempre estuvo sombreada por algún hombre, y cuando creyó salir de ese enjambre tóxico de orgías e intercambios en el que su marido le había introducido y superó su luto, conoció al que pensó que sería el hombre de su vida. Y es que a Carmen siempre le sucedía lo mismo: el último que conocía era quien creía que sería el definitivo. Se ilusionaba en un pispás, entregaba todo y más, y luego venía el castañazo. Realmente todo se debía a su candidez innata, siempre fue una incauta y nunca terminó de madurar. Así que se lanzó en brazos del último adonis que resultó más bien ser todo un adán en sentido amplio. Mentiras y más mentiras, pura fachada. Se gastó sus pocos ahorros y ese falso adonis la terminó explotando.

Tenía treinta y tres años, la edad de Cristo como le recordaba siempre su madre. En 1991 todavía se lloraban muchos muertos a causa de la heroína y también a causa del sida. Fue como una auténtica epidemia. Había sido una década de caballos salvajes, de apuestas de kamikazes pijos que, ciegos y puestos hasta arriba, circulaban contradirección por la carretera de La Coruña de Madrid. No se supo gestionar aquéllos aires de ansiada libertad, o tal vez sí. Tal vez fue tanta la represión que era necesario el desmadre, necesario montar a lomos de potros enloquecidos para dejarse mecer sin límites; quizás fue eso lo que sucedió. Como cuando en una familia el hijo que más reprimendas ha recibido, el que más internados ha tenido, después, es quien más se desmadra porque no sabe organizar ni administrar esa libertad que siempre le han mutilado.

Lo cierto es que terminó la década del caballo pero continuó la «bakalaera», y Carmen, trasformada en Minerva, pasó a frecuentar las discotecas de la “ruta del bakalao” de su Valencia natal, aquellas en las que el día se juntaba con la noche, y una fiesta con otra y otra y otra. Todo ello, merced a su falso adonis, que era ya su chulo adán. Aquélla ruta, visto ahora con perspectiva, da terror, pero vivido en caliente era todo frenético, no había tiempo para pensar. Minerva tenía el trabajo asegurado. Si ya no montaba a lomos de caballos desbocados que la transportaban a otros universos, esos en los que se dejaba llevar por su marido y más parejas en círculos alternativos, ahora ejercía otro tipo de equitación, igualmente impuesta.

Así vivió hasta los primeros años del nuevo siglo, pero un buen día, se hartó de que la obligaran a ejercer de jinetera versión nacional. Le costó un mundo salir, le costó un mundo dejar a su falso adonis a quien finalmente tuvo que denunciar y ha tardado más de diez años en desintoxicarse de todo y todos.

Hoy ha recuperado su yo, ese yo que siempre estuvo oculto, eclipsado entre familiares, novios, marido, adonis, adanes, rocines, jamelgos, potros y rutas. Ahora ayuda a otras a salir y tras recibir protección, apoyo y mucha terapia, hoy en su reunión grupal mensual, ya ha podido comenzar de otro modo: “Me llamo Carmen y he sido puta”.

@angels_blaus

Tras haber leído en su día, y ahora releído este artículo de María Gavilán, les invito a que lo hagan ustedes. Y termino adjudicándome con su permiso, el mismo final: “Los seres humanos no somos mercancías ni objetos de usar y tirar”.

«La prostitución: esto no va de sexo».