Otoño.

  Emma había tenido amores en las cuatro estaciones. Con el paso del tiempo, una tarde, cuando ya se veían las hojas caer, casualmente, escuchando una bonita canción de Joaquín Sabina, llegó por fin a ese convencimiento, y es que no había nada comparable con  los amores otoñales, por lo que decidió descartar definitivamente, los que surgían cuando el frío aprieta o el calor asfixia.

Ella, que había sido tan avanzada, ella, que siempre había nadado contra corriente, ella, que alardeaba de su autosuficiencia, que tantas veces había navegado entre dos aguas, y muchas, entre grandes marejadas, ella, a la que le habían repetido cual gota malaya, que todo no se podía tener, sí, sí, esa, descubrió que, más vale tarde que nunca, que un amor maduro no tiene parangón, que nada se asemeja a la complicidad que surge aun cuando esta supere con creces a la pasión.

Y es que, cuando el sosiego logró invadir su ritmo y su rutina, mientras se regocijaba en ese éxtasis que era muchísimo mejor que cualquier otra sensación, a la par que pensaba: ¡ya era hora diantres!, cuando ya muchos temas y congéneres le resbalaban, cuando logró convencerse de la realidad de tantas mentiras que habían presidido su existencia, cuando superó la estafa del siglo y aquellas cantinelas que estaban tan normalizadas, como ese retintín machacón: “quien bien te quiere, te hará llorar”, cuando logró enviar a lugares nada perfumados, todos esos clichés, tantos engaños y desengaños, en ese justo momento, surgió su amor otoñal.

Emma había sido vapuleada psicológicamente en no pocas ocasiones, pero fundamentalmente en una relación que la marcó como a un toro bravo de la mejor ganadería, cogieron un hierro candente y en todo el costado, marcaron sus siglas. Entonces no se sabía lo que era el maltrato psicológico, ella solo sabía que por más que otros le dijeran que era una mujer muy válida, en su casa, en su refugio, su pareja con sus actos, sus ninguneos y sus engaños, le demostraba todo lo contrario. Era su peor enemigo y ella no lo sabía. Hubo episodios dolorosísimos, tal vez uno de los más marcados con aquél fuego candente, fue la etapa de su embarazo, cuando literalmente se vio repudiada por quien era el padre de su hijo, hasta el punto que en lugar de verse bellísima, como están muchas embarazadas, o como así les hacen sentir, se veía monstruosa, no porque lo estuviese, sino porque se lo hicieron creer, tan es así que optó por renunciar a su lecho conyugal y así, a la par que empezó a dormir en otra alcoba, y en tanto crecía su deseado hijo en su seno, comenzó a pensar que todo había acabado.

Y así, poco a poco, su estado de ánimo que estaba por los suelos casi siempre, se empezó a parecer a una enfermedad crónica, se sentía como una muñeca rota, a lo sumo, según épocas, como una muñeca rota en su jaula de oro, pero siempre hecha añicos. Un buen día, tuvo el coraje de hacer tabla rasa, aunque pudo impulsada siempre por el apoyo de sus padres, sí, esa familia de la que él le había apartado, pero que nunca la abandonó. 

La apartó de su familia, de sus amigos, hasta el punto que solo vivía por y para él, algo que descubrió tarde y cuando lo hizo, siempre le consoló el consabido refrán: “nunca es tarde si la dicha es buena”.

¡Y tanto que lo fue! Cuando consiguió reunir toda la fuerza necesaria para hacer tabla rasa y partir de cero, comenzó a edificar una vida nueva, aun cuando siempre sintiera que aquella herida nunca terminaría de cicatrizar porque cuando le invadían los recuerdos, la herida supuraba, y no supuraba agua limpia, todavía estaba infectada, pero su única solución consistió en afrontar con naturalidad ese aciago episodio y dedicarse a ayudar a otras mujeres que habían pasado el mismo calvario. Era una mujer más empática que nunca y eso le reconfortaba.

Así fue como Emma logró recomponerse, con sus cicatrices, unas cerradas, otras no, pero lo logró, ese fue su gran triunfo y en esa etapa en la que la paz reinaba en su vida, esa paz tan ansiada y por fin alcanzada, precisamente surgió su amor otoñal, ese con el que se quedó para siempre, cuando el frío no aprieta ni el calor asfixia, cuando no todas las hojas caen porque las hay caducas pero también perennes.

     Lo venimos escuchando, leyendo, y los profesionales, también viendo. A veces, un insulto, las faltas de respeto, los continuos desprecios, los vacíos, los eternos silencios, duelen más que un bofetón, a veces, solo a veces, el maltrato psicológico es mucho más pernicioso y es tremendamente ardua la tarea que consiste en recomponer los añicos de la muñeca rota. Este tipo de maltrato es el más silente, el más difícil de probar y existe cada vez con más asiduidad en determinados sectores o capas sociales donde todavía reina la vergüenza y la actitud, educación y pensamiento incrustado,  enraizado hasta la última célula, aquello de que la ropa sucia se lava en casa, pero no por ser tremendamente complejo es imposible salir de ese círculo tan dañino. Toda mi empatía con quienes sufren este devastador mal.

       @angels_blaus

Publicado por

Àngels Blaus

Cada aprendizaje es un regalo, incluso cuando el dolor es tu maestro. Quiero seguir siendo apasionadamente curiosa.

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