Pasa la vida.

Pasa la vida y pasa a velocidad vertiginosa. Hace mucho que no escribo, hace demasiado que no me paseo por estos lares. La vida se nos ha paralizado y ya es el segundo año que brindamos por recuperarla y repetimos el deseo de volver a la normalidad, ni vieja ni nueva, la normalidad, la que dejamos atrás. Ese gran deseo.

He tardado en escribir por varias razones, una de ellas es la ya descrita. Estamos sumidos en un letargo que ya se nos antoja eterno, como una hibernación insoportable y, por otro lado, en ocasiones me cuestiono si me merece la pena escribir arropada en un seudónimo, más allá de una gran función terapéutica, que no es poco…

Pero regresemos al título. Nuestro ritmo biológico avanza y avanza de forma inexorable, y así sea por muchos más años, ahora bien, el tiempo no solo trascurre para los demás. Queremos vivir una eterna juventud y no en pocas ocasiones vemos envejecer al resto sin querer reconocer o admitir que también los demás observan nuestro mismo marchitamiento, pero parece que queramos imaginar que el tiempo se detiene y no, no se detiene, aunque ahora lo parezca. Cuanto antes se admita, mejor. En ese sentido envidio otras culturas y cada vez me gusta menos este narcisismo tan vigente, ese vivir como si nunca fuésemos a morir.

Hoy me planteo de forma recurrente a cuántos de nuestros mayores les han robado tanto en los últimos dos años. A demasiados, la vida, a muchos, el tiempo, ese que no vuelve para nadie y mucho menos para quien ya está en los albores de otro amanecer y me da rabia, mucha rabia.

Sé que a todos se nos han sustra´ído los mismos meses, el mismo plazo, pero convendremos en que no es lo mismo cuando ya se está escribiendo el penúltimo o el último capítulo de una trayectoria vital. Esto mismo conversaba con una de «mis» funcionarias -permítaseme la licencia- y cuando le recordaba lo mucho que se lamentan los más jóvenes porque, según repiten a menudo, son los mejores años de su vida, ella me contestó: «¡Vaya, qué planteamiento tan egoísta, a quienes de verdad se los han quitado es a nuestro mayores!» Y tiene toda la razón, absolutamente toda. Los demás, a su manera, de un modo u otro, lo recuperarán o se resarcirán, y como el tiempo todo o casi todo lo cura, con la lejanía se tendrá otra perspectiva, se desdramatizará, y algún día convertiremos este periplo en una batallita que contaremos a nuestros nietos, pero, ¿y nuestros mayores? Muchos han perdido habilidades, destreza, memoria, ya no se relacionan con casi nadie y todo eso lo han perdido en un momento sin retorno. Irreparable, y me da rabia, mucha rabia.

Pienso en ti mamá, pienso en tus ya manifiestos y ostentosos lapsus, en ese confusionismo en que te vas sumiendo de forma irremediable, en ese punto que ya no será un punto y aparte porque será un punto final y me da rabia, mucha rabia, porque cuando esta pesadilla se supere, tú ya no te podrás resarcir. Pienso en ti, mamá y quiero creer que aunque sea en otra dimensión, tú y yo sí que nos podremos desquitar.

@angels_blaus

Contigo aprendí.

Se suele decir que lo bueno, si breve, dos veces bueno, o, aplicado a algún tipo de relación, que fue breve pero intensa. No me gustan estas frases hechas cuando de emociones se trata, y menos, si trasladamos la emoción al plano puramente afectivo, pero a veces, solo a veces, responden a la realidad.

disco

Te llamas como una de mis cantantes favoritas.

¿Ah sí? -respondió Natalia-.

¡Sí!, afirmó él con sus ojos claros haciéndole chiribitas.

Fue el momento en el que ella descubrió a Natalie Cole. No la conocía, aunque curiosamente sí había oído y escuchado a su padre, porque era uno de los cantantes favoritos de su abuela, es más, todavía creía que había alguna reliquia por su casa, algún disco de Nat King Cole de esos que en aquélla época se llamaban long play.

Se conocían poco tiempo pero cuando Natalia creía que algo parecido no sucedía, sucedió, porque aunque estaba convencida de que no existían los flechazos, ellos lo vivieron así, tal cual. Ya habían quedado en alguna otra ocasión, pero lo que más habían hecho es chatear. Ambos estaban divorciados, y era la segunda vez que la invitaba a su casa.

Se trataba de un bajo pequeño que daba a un jardín comunitario, y le pareció un espacio muy bien aprovechado. Fue otro de sus descubrimientos, porque Natalia había vivido en muchas otras ciudades y en ninguna estaba el espacio tan saturado como en Madrid, existirían esas capitales, no lo dudaba, pero ella no las conocía. Había visto semisótanos y viviendas lúgubres, grises, sin luz, sin suficiente ventilación, parecían ratoneras, pero ese bajo, mira por donde, era coquetón, aunque se notaba que el hombre cuyos ojos claros hacían chiribitas cada vez que la miraba, como si más que mirar simplemente se recrease y la contemplase, ese hombre, hacía tiempo que vivía solo.

Pensó que las casas habitadas por un solo hombre no tenían el calor que emanan las de mujeres en la misma situación, las habría confortables, seguro que sí, pero ella no las había visitado. Tenía muchas amigas que vivían solas y todas sus casas irradiaban el mismo ambiente, la misma energía, sin embargo las que había conocido ocupadas por hombres que no vivían con nadie más, podían ser unas más ordenadas o desordenadas que otras, pero solían ser frías. Al menos, esa era su experiencia.

Aquélla noche, el calor de ambos acabaría diluyendo esa fría decoración y gélido ambiente. Comenzaron con una cenita de película, todo estudiado, hasta el más mínimo detalle. Él sabía que Natalia se pirraba por los aromas, por los olores, por las velitas perfumadas, no en vano, su sentido más desarrollado era el olfato, e inundó la casa con ellas. Un aroma que fundido con otros sutiles efluvios como su perfume, ese que a él le encantaba, y unido a una botella de un gran vino blanco, bien fresco, que se fue evaporando entre risas y miradas encendidas, supuso que acabaran fundidos en largos y recreados besos, tras lo cual, el hombre de ojos claros le propuso bailar, como en sus mejores tiempos, y fue entonces cuando escuchó y disfrutó de esa música que quedaría perpetuamente grabada a fuego en su memoria: Natalie Cole, además, cantando en español.

«Voy a apagar la luz,

para pensar en ti,

y así, dejar volar

a mi imaginación…»

Natalia perdió la noción del tiempo. No supo si se agotó la reproducción de todo el álbum de aquélla maravillosa cantante con esa voz tan personal, o él le daba al play una y otra vez, solo recuerda su mirada clara, limpia, trasparente, penetrante, esa mirada que era mucho más que una simple mirada.

Jamás se sintió tan endiosada, tan empoderada, un estado anímico que había logrado recuperar muy poquito a poco, tras una ardua lucha, pero que había llegado para quedarse para siempre, y esa noche, todo se afianzó, ya nunca más sus cimientos emocionales se tambalearían. Se habían apuntalado definitivamente.

La relación fue muy breve pero intensa. Esa fugacidad no se pudo atribuir a la voluntad, sino a otras razones que no podemos controlar. De repente, el caballero de ojos claros y mirada limpia, desapareció, así, sin más explicación, como si se lo hubiese tragado la tierra. Meses después y tras muchas pesquisas, supo que una cruel enfermedad se lo había llevado, enfermedad que ya venía padeciendo cuando se fundieron al son de las canciones de Natalie Col.

Hay relaciones que parecen breves pero realmente acaban siendo eternas.

@angels_blaus

¡Detente!

DETENTE

Me contaba mi madre que, de soltera, cuando iban al casino u otro local similar, donde se reunían los fines de semana para departir y bailar, y en unos años en los que imperaba el blanco y negro, sin ninguna otra escala de colores, (nos ubicamos en los años 50), todas las chicas esperaban que el chico del que estaban enamoradas les sacase a bailar, o simplemente, lo hacían con su prometido.

Realmente, ella nunca fue muy bailarina, más bien era «cantarina». En mis años mozos y siempre dedicada a sus tareas domésticas, (por la mañana, limpiar y cocinar, y, por la tarde cosía mientras escuchaba radionovelas y a la Sra. Francis con sus consejos rancios -quien resultó ser un señor-), pues, como decía, en esos años la recuerdo canturreando efusivamente éxitos de Jorge Negrete, Jorge Sepúlveda («Santander», «mirando al mar»), Sara Montiel, y sobre todo, del inefable Machín, Antonio Machín, con sus «angelitos negros», «el manisero», «dos gardenias», «madrecita», «aquéllos ojos verdes», «toda una vida», «esperanza», «espérame en el cielo», o «amar y vivir», y una larga retahíla, dale que te pego, siendo una imagen que tengo muy grabada. Pero empecé hablando de bailes, no de canciones, y ella no fue aficionada al estilo rock and roll, ni twist, o «cha cha chá», por poner algún ejemplo de la época, ella solo pasodobles y el clásico baile agarrado y lento, pero ¡ojo! no como dice la canción, nada de bailar pegados.

Así, su enamorado o novio colocaba una mano en su cintura, mientras que ella colocaba la suya en su hombro, y se juntaban sus manos libres. Ahora bien, si en el fragor del baile surgía alguna calentura que muchas de las parejas féminas no sabían a qué obedecía expresamente, aunque lo intuían, automáticamente utilizaban una estrategia infalible que no se saltaba ni dios, era el famoso «¡detente!», esa maniobra que me contaba mi madre ruborizada porque no se podían rozar, ninguna apretura, cero, nada que pusiese muy de manifiesto ninguna calentura, de tal modo que con la mano libre apartaban al ya sudoroso partenaire, que el pobre se iría de cada sesión de baile donde surgieran esas reacciones irrefrenables (intuyo que en todas) henchido de dolor, y nunca mejor dicho lo de henchido.

Me viene a la memoria el «detente» porque la maniobra estaba absolutamente medida, controlada y calculada. Mi madre siempre me habla de un metro, aunque sea exagerado o metafórico, vamos, la distancia suficiente para que no fuera explícito, que no fuese «palpable» lo imaginable, y esa anécdota me resulta emotiva por quién era su relatora, pero a su vez muy triste porque hoy volvemos a hablar de una distancia mínima de un metro en un escenario dramático, que no tiene nada que ver con el tipo de baile que eligiesen, sino con otro realmente tétrico: el de la mera supervivencia. Quiero pensar, debemos pensar, tenemos que luchar juntos y creer, que, más pronto que tarde, se acortará, o simplemente desparecerá esa endiablada distancia de seguridad, que en aquél contexto más dicharachero de esos años en blanco y negro solo servía para refrenar y enfriar pasiones entonces «pecaminosas», y, hoy, es una de nuestras armas para matar al odiado bicho, ese que nos ha cambiado la vida, y, desdichadamente, ha laminado la de ya demasiados.

También me sirve este recuerdo para homenajear a una generación que está siendo la más vapuleada y atacada. Leí el otro día un tuit vomitivo sobre quienes ya pertenecen a la tercera y cuarta edad; no lo merecen, al contrario, merecen todas nuestras alabanzas. Ya lo traté en otro post /“Excelentísima Mamá”/, es una generación dura, valiente, aguerrida y sufrida porque los más próximos a nosotros sufrieron una preguerra, una guerra fratricida y una posguerra, y levantaron un país asolado, nos dieron lo que ellos no pudieron tener ni conseguir, precisamente por esas circunstancias. Tan solo podemos devolver una pequeñísima parte de todo lo que nos han dado, y tenemos que empujar para que ganen, para que ganemos otra batalla.

Hace poco he escuchado una intervención sencillamente magistral de uno de nuestros eurodiputados (D. Esteban González Pons), y seguro que la mayoría ya lo ha hecho también porque debe haberse convertido en viral, y aludía a los «padres de Europa», pues bien, los nuestros, nuestros padres y abuelos también han sido artífices de esta España nuestra, hoy, desgraciadamente enferma a la que deseamos su pronta recuperación.

A la generación del «detente» les debemos rendir nuestra más sincera y profunda admiración, y todos a una debemos confiar en que esa horrible distancia, en breve, pasará a ser un mal sueño que habremos logrado superar.

PD: Adjunto una de las canciones preferidas de mi madre:

«Amar y vivir» (Antonio Machín).

@angels_blaus

Qui no ho encerta, l’endevina.

bola de cristal Qui no ho encerta, l’endevina, eso me decía siempre mi madre cuando en mi adolescencia le contaba casos relacionados con alguna conocida mía, sobre la que se rumoreaba, como algo casi innombrable, que su padre pegaba a su madre.

 Siempre me lo disfrazaban, nunca se hablaba claro: «dicen que le da mala vida, que es alcohólico, dicen que tiene la mano larga, dicen, dicen…», cualquier historia menos llamar al pan, pan, y al vino, vino, aunque, bien pensado, y con una visión ya muy retrospectiva, realmente no se sabía ni cómo se definía el pan ni qué era el vino.

 La sociedad, y el propio entorno de la víctima, vamos, todo el mundo, lo trataba como un caso de mala suerte porque había que acertar o adivinar, sin alternativa posible, y si ni se acertaba ni se adivinaba pues a cargar con esa tortura hasta que la muerte les separase.

 Recuerdo a la madre de una de ellas, con un rostro y un gesto demoledor que hoy diría todo y entonces solo ocultaba amargura y hasta pudor y vergüenza. Vergüenza por haberse equivocado, por no haber acertado ni adivinado. Esfuerzos ímprobos tenían que hacer para disimular, porque no solo te maltrataban sino que te producía auténtico sonrojo y humillación estar siendo maltratada ¿Se imaginan cómo vivirían esas familias? Esos hijos a los que se les transmitía que la ropa sucia se lavaba en casa, y que, chitón, y punto en boca. No, no exagero un ápice y tampoco hace tantísimo de ello.

 Hoy, cuarenta años después, si comparamos situaciones, podemos pensar que hemos avanzado mucho, pero yo creo que hemos adelantado, sin más, y que no podemos bajar la guardia, porque puede suceder que creyendo que se está a punto de llegar a la meta, sencillamente nos estanquemos.

 Todos leemos, estamos más informados que nunca, hiper informados, y seguimos viendo y viviendo con estupefacción cómo no solo continua el goteo de la lacra, sino que se llega a apreciar incluso, una involución en las últimas generaciones. Incomprensible, paradójico, pero real como la vida misma, un pasito adelante, y otro hacia atrás.

 Así que, cuando me retrotraigo a esa aciaga época, recuerdo esos tiempos, me centro en estos, y según días, no veo el vaso todo lo lleno que quisiera. Ojalá cada vez con menos asiduidad me vengan estos flashes, años en los que casarse, porque no había otra opción, era casi cuestión de echar una moneda al aire, si cara, estupendo, si cruz, se siente, porque ya nunca más tiene que ser cuestión de acertar ni de adivinar, sino de no tolerar jamás el desatino de haberlo cometido, y de rectificar con firmeza y poderío y con nuestra integridad a salvo.

 Por cierto, la tortura terminó, como habrán adivinado, cuando la muerte efectivamente les separó. Ella, descansó, y su rostro y su gesto cambió para siempre.

 @angels_blaus

«Cinco horas»

Tardó en irse cinco horas. Realmente fue muy rápido, pero al menos pudo despedirse. Cuando todo pasó, la veló hasta que se la llevaron a la iglesia, no se separó ni un minuto de su madre, pero también estuvo exactamente cinco horas con su monólogo, y no pudo evitar recordar la célebre obra que no solo había leído, sino que también había visto representada en el teatro, y que tanto le marcó.LAS 5 RELOJ
Ella, siempre ella, con esa ambivalencia de amor-odio hacia su propia madre. Y no, ninguna era un monstruo, simplemente consecuencia y fruto de una época y generación que a todos condiciona, se quiera o no admitir. Cuando dejó de respirar, le mudó en una décima de segundo la cara, ya no era quien le había traído a este mundo, era como un muñeco de cera, pero su hija tuvo agallas de dirigir todo el trámite y por supuesto, respetar hasta la última coma de su última voluntad, incluso sobre cómo quería que se le expusiese en el féretro, y es que algo de lo que rehuye la mayoría de la gente, su madre lo trataba con normalidad y en muchas ocasiones, con repetición hasta el punto de rozar la pesadez extrema. Cosas de la edad, pensaba sistemáticamente su hija.

Incluso tuvo la frialdad de maquillarla, sin saber siquiera que estaba supliendo a la tanatoestética, es más, fue entonces cuando descubrió que existía ese oficio. Y ya con esa puesta en escena, como en «Cinco horas con Mario», se sentó al otro lado de la luctuosa cristalera, esa que parece una enorme vitrina, y muy pasada la medianoche, cuando se fue todo el mundo, comenzó a hacerle preguntas, las que nunca le había respondido, pero no porque no hubiese existido el interrogatorio, o porque no se hubiese querido responder a ellas, simplemente porque la falta de entendimiento fue tal, que jamás se pudo entablar un racional diálogo sin que acabara en discusión, según la edad, más o menos virulenta, pero siempre con el mismo frustrante final. Y claro, el desentendimiento, hasta a veces el desapego y la ausencia de comunicación se enquistó hasta el fin de sus días.

La miró, y cuando comenzaba su segundo paquete de pañuelos de papel, no sin antes haberse puesto gotas en sus ojos para calmar la irritación, a modo de indagatoria, inició su bombardeo de preguntas, preguntas que a medida que iba formulando, le liberaban más y más y más:

 «Dime mamá ¿por qué siempre fuiste tan asfixiante?

Sí, ya sé lo que me vas a decir, preguerra, guerra y postguerra, blablalá, penurias y más penurias que condicionaron tu infancia y adolescencia, pero dime: ¿no te parece egoísta no haberte planteado que todo ello no podía, no debía repercutir en mí? Sí, también lo sé, todo lo has hecho con muy buena fe, por encima de todo has querido ser madre, pero como siempre te he dicho y nunca has querido escuchar, ser mejor madre no es eso.

 Y dime: ¿por qué esa gran diferencia de roles, esa gran diferencia de trato?, ellos siempre haciendo lo que literalmente les daba la gana, yo hiper controlada hasta el insoportable y continuo agobio. Sí, ya sé: era lo que imperaba, pero te diré lo que también te he repetido hasta la saciedad y tampoco has querido escuchar jamás, porque ¿sabes? realmente siempre he creído que te importaba un comino mi opinión. En casa, la única que mandaba era la de los hombres.

Sé lo mucho que te condicionó no solo la época y aquéllos aciagos años, sino tu padre, esa figura masculina que sobresalía por encima de todo, pero también he querido «educarte» y tú te rebotabas como una hidra. Sí, sí, ¡educarte! porque no solo se educa de padres a hijos.

Cuando a lo largo de la biografía de cualquiera de nosotros se han sucedido tantos cambios políticos y sociales, a veces, se deben invertir los términos, y quienes no pudisteis tener la formación que con tanto esfuerzo y con nuestra férrea voluntad, nos facilitasteis y pudimos alcanzar, necesariamente también nos hemos convertido en educadores, y ¡fíjate! en mi generación hemos sido hijos, padres de nuestros hijos y padres y madres de nuestros padres y madres, un chollo como verás, pero, no, nunca lo has querido admitir. 

 Y, ¿por qué nunca hemos podido hablar de intimidades? ¿Sabes por qué? Porque yo siempre esperaba mi retahíla de reproches. Cuando ansiaba lo contrario, solo recibía tozolones y al final, una se encierra en su caparazón que va formando capas y capas, y más capas…

Nadie es culpable mamá, nadie elige dónde ni cuándo nacer, pero al menos con tolerancia y apertura de miras, con un tira y afloja, sí hubieran podido llegar a sintonizar generaciones absolutamente dispares como las nuestras. Pues no, no lo hemos conseguido y tampoco he visto que tuvieras intención de hacerlo, porque tendrás que admitir aunque solo sea en una sola ocasión, que siempre has querido llevar la razón, o tal vez nunca has sido consciente de tus múltiples cortapisas y limitaciones. Realmente me decanto por esto último, por eso te doy toda la razón en que jamás ha habido mala fe… «

Al alba llegó un familiar muy cercano para sustituirla:

 ¿Pero es que no quieres echarte ni una hora?  -le preguntó-.

 No, aunque no haya dormido me siento tan descansada como si lo hubiera hecho. Gracias.

 Y es que por fin pudo sentir que el aire le llegaba al estómago, pudo controlar su respiración, aunque desdichadamente hubiese alcanzado tan deseado objetivo sin obtener respuestas reales, pero el desahogo, soltar todo lo que durante tanto tiempo llevaba interiorizado, y soñar que sus preguntas fueron atendidas, le curó definitivamente.

Actualmente se habla de una generación perdida, (muy lamentable, muchísimo), pero se comparten aficiones, inquietudes, se puede dialogar sin tapujos. Vaya todo mi ferviente reconocimiento a una generación cuyos componentes han ejercido de hijos, de padres, y también de padres y madres de los suyos. Ellos, nosotros, no tendremos otros padres y supongo, solo supongo, que será lo mejor.

@angels_blaus

 

 

 

 

«Cuando sea mayor quiero ser Mary Beard»

bici en jardín

El título del post es uno de los elogios sobre la autora que cito, (Mary Beard), transcrito al principio de su libro: «Mujeres y Poder»; libro que he leído en una mañana y me ha encantado. Lo divide en dos partes, que titula: «La voz pública de las mujeres», y: «Mujeres en el ejercicio del poder.»

Al hilo de su lectura, me asaltan, una vez más, consabidas reflexiones porque resulta curioso el planteamiento de algunos de la generación Z, planteamiento carente de empatía (y remarco el «algunos»); conste que como madre lo vivo bien de cerca, vamos, que no es algo extraño para mí.

Digo esto porque cuando surgen ciertos temas que enfocan a modo de batalla (lo que me resulta muy desagradable), me dicen: «¿por qué tiene que pagar mi generación los errores del pasado?» y creo que ese no es el encuadre. La autora que inspira este post incide en el momento histórico a partir del cual las mujeres ya pudieron votar y es que cuando nos referimos al presente no podemos obviar cómo se miden los tiempos en la historia. Parece que todo esté ganado comparado con ese largo pasado y no es así: queda mucho camino por recorrer. Para alcanzar la necesaria equidad hay que asentar medidas que son las que no agradan a muchos o a quienes les resultan incomprensibles, por eso antes hablaba de falta de empatía. Lo cierto es que para llegar a las imprescindibles cotas de igualdad hay que remover muchas mentalidades, no siempre conscientes por otro lado, y claro, eso incomoda.

Empieza la autora poniendo el primer ejemplo documentado (en la tradición literaria occidental), de un hombre haciendo callar a una mujer en público, se refiere al comienzo de la Odisea de Homero y lo ilustra con fotografías de un vaso ateniense que muestra a Penélope junto a su telar. A continuación, hay una viñeta de hace apenas treinta años, sobre el ambiente sexista en una sala de juntas donde la única mujer es identificada como «señorita Triggs».

En suma, que va haciendo un repaso histórico de cómo a las mujeres se les ha privado de voz o cómo se ha cuestionado su aptitud para hablar en público, pero también destaca algo muy presente con ejemplos literarios: el «no nos callarán», la postura relativa a la comunicación más allá de la voz, porque vuelve a la cultura clásica y a la mitología griega y narra cómo Filomela, aun habiéndole cortado la lengua su propio violador, pudo tejer su horror en un tapiz y de esa manera denunció semejante crimen.

Finalmente, cuando trata de casos de mujeres en el ejercicio del poder, efectivamente se señala lo que tantas veces escuchamos, leemos y vemos: el aspecto o la chanza que surge y lo ejemplifica con imágenes de rostros de políticas superpuestas a «La cabeza de Medusa» de Caravaggio, para acabar incidiendo en algo que debemos compartir y es que no es fácil encajarnos en una estructura con una codificación previa y determinada, por eso, lo que hay que cambiar es esa estructura.

Creo que poco a poco se va consiguiendo, pero cuando me refería al principio a determinados debates que se avivan entre la generación Z (lo que sigue chocándome), no hay que olvidar que ese largo pasado no se ha resuelto en el corto presente, de ahí que no esté de acuerdo con simplificarlo todo con esa queja que antes trascribía: «¿por qué tiene que pagar mi generación los errores del pasado?» y repito que en mi opinión, ese no es el planteamiento. Así que tenemos que seguir teniendo paciencia con las miras puestas en que la mitad de las voces del planeta se puedan escuchar y no solo escuchar.

Me llamo Minerva.

Me llamo Minerva y soy puta. Así comenzaba este nuevo periplo de quien realmente se llamaba Carmen G.G. Sus terapias comenzaban el ciclo de grupales y lo que ella creía que solo ocurría en las películas cuando veía reuniones de alcohólicos anónimos, resulta que era auténtico.

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Cuando era pequeña era la nena, y en verdad, siempre fue solo nena. Tuvo un yo verdadero, fuerte, altivo, poderoso, pero jamás se lo dejaron mostrar. Primero estuvo sometida a su padre, después a su hermano, más tarde a su primer novio, a los siguientes, a su marido, hasta que tras su divorcio, tuvo otro novio que acabó siendo su chulo.

Carmen o Minerva, tanto daba a esas alturas en las que ya no sabía quién era, aunque siempre supiera quién hubiera querido ser, era una mujer esbelta, rotunda, pero no consiguió brillar con luz propia. Siempre hubo alguien o algo que la oscureció. Cuando conoció al novio que se convertiría en marido, la introdujo en ambientes para ella totalmente desconocidos, hasta que se acostumbró. Para ellos era frecuente el intercambio de parejas, el consumo de sustancias… Hasta que un día despertó y tuvo la osadía de alejarse para siempre de él y de ese ambiente. Pasó un tiempo prudencial, ese tan necesario que los expertos calculan en un año de duelo, y a partir de ahí, de nuevo se enfrentó al mundo, ilusionada, creyendo que esta vez sí pisaría fuerte, pero Carmen era fruto de su época y no pudo sobreponerse a ella.

Diez años después de nacer, explotó el mayo francés, el famoso «Mayo del 68», y aunque todo empezó a verse de otra manera, lo cierto es que en esa España del 600 todavía quedaba mucho por andar, de manera que como mujer, siempre estuvo sombreada por algún hombre, y cuando creyó salir de ese enjambre tóxico de orgías e intercambios en el que su marido le había introducido y superó su luto, conoció al que pensó que sería el hombre de su vida. Y es que a Carmen siempre le sucedía lo mismo: el último que conocía era quien creía que sería el definitivo. Se ilusionaba en un pispás, entregaba todo y más, y luego venía el castañazo. Realmente todo se debía a su candidez innata, siempre fue una incauta y nunca terminó de madurar. Así que se lanzó en brazos del último adonis que resultó más bien ser todo un adán en sentido amplio. Mentiras y más mentiras, pura fachada. Se gastó sus pocos ahorros y ese falso adonis la terminó explotando.

Tenía treinta y tres años, la edad de Cristo como le recordaba siempre su madre. En 1991 todavía se lloraban muchos muertos a causa de la heroína y también a causa del sida. Fue como una auténtica epidemia. Había sido una década de caballos salvajes, de apuestas de kamikazes pijos que, ciegos y puestos hasta arriba, circulaban contradirección por la carretera de La Coruña de Madrid. No se supo gestionar aquéllos aires de ansiada libertad, o tal vez sí. Tal vez fue tanta la represión que era necesario el desmadre, necesario montar a lomos de potros enloquecidos para dejarse mecer sin límites; quizás fue eso lo que sucedió. Como cuando en una familia el hijo que más reprimendas ha recibido, el que más internados ha tenido, después, es quien más se desmadra porque no sabe organizar ni administrar esa libertad que siempre le han mutilado.

Lo cierto es que terminó la década del caballo pero continuó la «bakalaera», y Carmen, trasformada en Minerva, pasó a frecuentar las discotecas de la “ruta del bakalao” de su Valencia natal, aquellas en las que el día se juntaba con la noche, y una fiesta con otra y otra y otra. Todo ello, merced a su falso adonis, que era ya su chulo adán. Aquélla ruta, visto ahora con perspectiva, da terror, pero vivido en caliente era todo frenético, no había tiempo para pensar. Minerva tenía el trabajo asegurado. Si ya no montaba a lomos de caballos desbocados que la transportaban a otros universos, esos en los que se dejaba llevar por su marido y más parejas en círculos alternativos, ahora ejercía otro tipo de equitación, igualmente impuesta.

Así vivió hasta los primeros años del nuevo siglo, pero un buen día, se hartó de que la obligaran a ejercer de jinetera versión nacional. Le costó un mundo salir, le costó un mundo dejar a su falso adonis a quien finalmente tuvo que denunciar y ha tardado más de diez años en desintoxicarse de todo y todos.

Hoy ha recuperado su yo, ese yo que siempre estuvo oculto, eclipsado entre familiares, novios, marido, adonis, adanes, rocines, jamelgos, potros y rutas. Ahora ayuda a otras a salir y tras recibir protección, apoyo y mucha terapia, hoy en su reunión grupal mensual, ya ha podido comenzar de otro modo: “Me llamo Carmen y he sido puta”.

@angels_blaus

Tras haber leído en su día, y ahora releído este artículo de María Gavilán, les invito a que lo hagan ustedes. Y termino adjudicándome con su permiso, el mismo final: “Los seres humanos no somos mercancías ni objetos de usar y tirar”.

«La prostitución: esto no va de sexo».

La vieja agenda.

   sun luz

Ella estaba hecha unos zorros cuando le reencontró y él lo mismo. Aquello de que polos opuestos se atraen, no se corresponde con una ciencia exacta porque en este caso, ambos estaban para el arrastre como coloquialmente se dice, vamos que ambos estaban en el mismo polo lóbrego. Pero todo, absolutamente todo, funcionó como si de un conjuro se hubiese tratado, se volvieron a encontrar en el momento exacto y en el lugar exacto y además, para idéntico cometido.

  A Luz se le escapaba la vida y a él también. A ella se le esfumaba porque tenía el alma enferma. Y ¿a él? A él porque tenía su cuerpo mortalmente herido ¡Qué curioso que se llamara Luz!, porque es lo que a ambos les faltaba y lo que ambos se ofrecieron. Durante un tiempo breve pero intenso, se retroalimentaron y nuevamente fueron tornasoles, como antaño, cuando en plena juventud vivieron como si no hubiese un mañana. Otra vez se encontraban para respirar y sentir del mismo modo, porque ahora el pasado no podía existir y solo podía haber presente, ahora ya no había ayer ni mañana, como muchos años antes.

  Una noche oscura para Luz, buscando recuperar su brillo y poder nuevamente hacer honor a su nombre, tiró de su vieja agenda. Enjugándose la pena y tragando saliva y rabia, la desempolvó y la abrió ¡Dios santo!, hoy que ya no se llevan estos cachivaches, que todo es electrónico, pensó para sus adentros, pero mira por donde aún la conservaba y así pudo recordar a viejos amigos, y a él concretamente, le pudo rescatar. Fue el reencuentro de un alma marchita sin luz y de un cuerpo enfermo que pese a ello, todavía brillaba, y de esa fusión nació para ambos una aventura que supuso para ella, olvidar la enfermedad de su esencia, y para él, aparcar la suya que invadía ya todo su cuerpo. Una unión perfecta si no fuese por esa otra maldición. book

Y gracias a su polvorienta agenda, se concertó una cita para la que Luz se arregló como casi ya no recordaba. No necesitaba ayuda externa, solo ánimo y un buen espejo, a ser posible con cristal de aumento porque la presbicia ya no perdonaba.

 En el mismo armario en el que encontró la agenda, también halló ese tipo de espejo, uno que utilizaba su madre para depilarse las cejas cuando ella era pequeña, y que cuando aquella lo dejaba, con tremenda curiosidad lo utilizaba, se miraba y al verse tan aumentado su diminuto rostro, hasta se mareaba. ¿Por qué utilizará mi madre este maldito espejo que a mí me da angustia? es lo que se cuestionaba cada vez que su madre lo aparcaba en la mesa tras esa rutina semanal depilatoria, maniobra por cierto, que por entonces tampoco entendía. Con esos recuerdos infantiles que le surgían de tanto en tanto como destellos, también revivió cómo en su adolescencia entendió por qué su madre se depilaba las cejas y ya en su madurez, comprendió por qué utilizaba un espejo que de pequeña le provocaba arcadas ¡Y tanto que lo entendió!

  Dispuesta a emanar lo que su nombre propio indicaba, se puso delante de ese espejo, y comenzó un ritual olvidado, y ya con una mascarilla en su rostro, entró en la ducha. Se había comprado un gel que destilaba el mismo aroma que la loción corporal y el perfume. Esa fragancia con la que él en aquél tiempo, casi llegaba a enloquecer. Se trataba de un perfume clásico y mientras se duchaba lentamente, le invadió ese vapor perfumado y con él, bellísimos y excitantes recuerdos. Salió de la ducha, se embadurnó con aquélla crema untuosa y roció su cuerpo entero a golpe de perfume. No le importó ser desmesurada, no sabía cuándo lo iba a volver a utilizar siguiendo el mismo ceremonial.

     Cuando su piel absorbió todos los mejunjes, se puso el vestido que se había comprado para tan emocionante encuentro. Era un vestido azul verdoso, ajustado y escotado. Se atusó su larga melena, puso su cabeza boca abajo y al levantarse, con sus dedos la revolvió con ímpetu, le encantaba la melena leonada, como si pareciese despeinada. Guardó la agenda en el armario de donde la sacó y junto a ella su nueva ilusión, se puso sus tacones, cogió su bolso, cerró bien la casa y se marchó con el corazón agitado.

    Le dijo al taxista dónde le debía llevar, y cuando faltaba muy poco, con el espejito que siempre llevaba en el bolso e intentando controlar su turbación, se retocó. Pagó al taxista, bajó, y con paso firme, avanzó hacia el lugar donde habían quedado. Le reconoció a lo lejos, se fundieron en un abrazo y vibraron.

     Tras aquella noche, hubo varias en las que ambos fueron uno. Jamás lo olvidaría; ya no volvió a sentir esa congoja que supone tener un alma dolorida. De nuevo su actitud hacía honor a su nombre y él, desde otra dimensión, siguió irradiando lo que jamás volvería a desaparecer: Luz.

 

@angels_blaus

 

Clifford, mi gran perro rojo.

clifford (2)
CLIFFORD 13/04/2007- 13/11/2017

Junio 2007.

Mis hijos eran pequeños, a principios de año habíamos adoptado uno abandonado. En absoluto estaba previsto compaginar niños tan pequeños nada menos que con dos perros, mi trabajo y tantas otras tareas. Ya jugábamos con sus padres cuando coincidíamos con ellos y con su dueña en el parque. Le conocimos en la barriga de su madre, cuando descubrimos la buena nueva al verla tan gordita. Él fue el guarino, el tercero y más pequeño de la camada, y… Nos conquistó.

¡Qué locura! ¡Otro perro cuando el primero todavía era un cachorro! Pero nos decidimos y ahora doy gracias. ¿Cómo le llamaremos? Mi hija, por entonces, a menudo veía una serie de dibujos animados muy conocida que le encantaba y cuyo protagonista era un perro rojo gigante, tan grande como tierno. Lo tuvo claro:

«Se llamará Clifford, mamá».

Diantres, pensé, cuando vaya al veterinario y le diga el nombre… Vamos, la antítesis a los de toda la vida: Toby, Chispa, Chiqui, Rocky, pero bueno, siempre tendría una explicación cuando me preguntasen:

«¿Cómo?

Sí hombre, como la serie de dibujos animados, la del perro rojo gigante».

Desde el principio tuvo muy clara la jerarquía establecida. Había llegado el último y el boss era el otro. Entre tantas anécdotas que lo confirman, por ejemplo, siempre comía después, nunca utilicé dos cuencos, guardaban estricto turno, jamás hubo problemas, y cuando paseaban siempre hacían «panda». Que el otro (el peleón y desconfiado), se envalentonaba, allá estaba Clifford de apoyo y refuerzo, y por la calle hacía honor a su nombre, porque una bolita que llegó a pesar ocho kilos, se crecía y crecía y a nadie ni nada temía. En esos momentos siempre pensaba que mi hija no pudo elegir mejor nombre para él.

Fue juguete viviente, peluche, se dejaba disfrazar, mis hijos le ponían su gorro de Papá Noel en Navidad y en casa era tal cual: un peluche; silencioso, nada follonero, cariñosísimo, tranquilo, pero eso se transformaba cuando salía a pasear, porque entonces cambiaba de color y tamaño, como el de los dibujos animados, o como Hulk, pero en lugar de color verde, era rojo. Era el primero en recibirnos, el último en despedirnos, sabía y entendía perfectamente cuándo se venía o cuándo se quedaba.

No podemos devolverle toda la lealtad que hemos recibido, su eterna e infalible compañía, su inmenso y constante agradecimiento, su mirada limpia y profunda, esos ojos que hablaban, su colita que, como siempre repetíamos, parecía una zanahoria, tan expresiva, esa que delataba tristeza, alegría o estado de alerta, tan característica de los West Highland white terrier (terrier blanco de las tierras altas del oeste de Escocia), raza de personalidad muy marcada. No podemos, pero sí podemos dejar nuestro testimonio y nuestro pequeño homenaje.

Hace poco recordaba a mi tía Elvira aquí: París, siempre nos quedará París. ,uno de esos relatos que tanto me gustaba escribir contigo a mis pies, pues escucha: cuando entre nubes, ella, con su maleta clásica, esa del Rastro, viaje a París, la acompañaremos, como si viviésemos una de las aventuras de Tintín y Milú, al que por cierto, tanto te parecías.

Así que, Clifford, mi gran perro rojo gigante, has dejado un vacío también gigante pero del mismo tamaño es y será nuestro recuerdo. Concedo un gran valor a nuestro último año porque la providencia quiso que lo disfrutásemos como nunca.

Hasta siempre Clifford, espérame entre nubes, esas tan blancas como tú, sé que lo harás. Gracias infinitas por tanto recibido a cambio de tan poco: tu cuenco con tu segundo turno, tu agua limpia, tus revisiones y tus paseítos.

Se acortó tu agonía, se dulcificó tu partida. Hasta siempre mi pequeño gran perro.

clifford post

@angels_blaus

Mi pequeño gran titán.

TITÁN- Frankfurt

Seguro que todos hemos conocido gente que parecía gigante, hurgas y todo filfa, y al revés, sin olvidar, por supuesto, a quienes son lo que parecen, tal cual.

Pero volviendo a esos otros, con ambos te llevas la gran sorpresa, con los primeros por decepción, con los segundos, por grato descubrimiento y admiración.

Así era Miguel. Siempre fue el clásico sabio despistado, ese espécimen que parece que no esté pero siempre está, quien pasa desapercibido por ausencia aparente y consciente aunque siempre esté presente.

Así era él.

Tenía grandes aspiraciones pero jamás alardeaba de sus planes y proyectos y a la chita callando, «chino chano» avanzaba. Siempre prefirió ser cabeza de ratón a cola de león y a menudo recordaba una de las Fábulas de Esopo: la de la cigarra y la hormiga, porque él emulaba a esta última mientras muchas cigarras, que las más de las veces procrastinaban, veían cómo se afanaba en llenar su especial alacena, cómo devoraba libros, cómo nunca saciaba su voraz apetito intelectual.

Con el paso de los años, esas cigarras le envidiaron, algunas le admiraron, y otras simplemente le olvidaron, pero todo eso a Miguel le daba exactamente igual, él avanzaba, siempre avanzaba. Aunque no se descubriese a primera vista, era duro como una roca, trabajador incansable, lector impenitente, culto hasta decir basta, si es que a alguien se le puede poner límite a semejante virtud.

Pero la vida también le apaleó, ¿quién no ha sufrido golpes?, se preguntaba, y a sí mismo se contestaba, quizá para consolarse.

Tal vez, solo tal vez, en muchas ocasiones hubiese querido lanzar esa pregunta al universo y que fuese el universo quien se la devolviera con voz de mujer, tal vez… Pero él prefería seguir mirando al frente, sin más planteamiento que su absorbente trabajo y su dedicación y entrega a esa parte de su familia que la vida no le había arrebatado, la que quería conservar por encima de su propio bienestar. No quería lamentos, y si los tenía, siempre se le representaban a solas, o en lo más recóndito de su alma, esa que nunca o casi nunca quería mostrar. Reservado hasta la médula, ¿por qué iba a hacer públicos sus momentos de desazón?, se volvía a cuestionar, y de nuevo, ¡ay!, le asaltaba la fantasía: «Lanzaré otra vez la pregunta al universo y me la devolverá con nombre de mujer… Pero tal vez, solo tal vez».

Eran ideas o pensamientos tan sumamente fugaces que apenas los retenía en su memoria, o, al menos, eso creía.

Trabajó en lugares distintos, y en todos siempre fue hormiga, siempre cabeza de ratón, siempre avanzó con paso firme y cumpliendo con su deber. Finalmente pudo empezar a disfrutar de esa etapa que indefectiblemente tiene que llegar, de lo contrario ya se sabe cuál es la alternativa y esa… Esa ni mentarla.

Es verdad que peinaba más canas, que su piel no era la misma, pero también que ello comenzaba a compensarle. Es el yin y el yang, el trueque existencial, la dualidad, esas fuerzas tan opuestas como complementarias: la vida te quita y la vida te da, solo hay que esperar.

Gozaba de plena serenidad, ya era más prescindible para quienes fue durante mucho tiempo insustituible, se miraba más, se cuidaba más, se tocaba más, se quería más. Y en ese momento de éxtasis y plenitud vital, el universo, ese universo al que lanzaba preguntas y nunca le devolvía respuestas, de forma absolutamente inesperada le correspondió y se las restituyó todas, una a una, sin olvidar ninguna.

Quizá en esa concreta etapa le resultaba hasta casi indiferente que la voz tuviese género, pero sorprendentemente sí lo tuvo, de modo que el cosmos le devolvió esa voz, la misma que había escuchado tantas preguntas, y a veces, aunque le ruborizase admitirlo, también lágrimas y hasta llantos, pero de golpe, cual genio invocado por Aladino, aparecieron en torrente todas y cada una de esas respuestas, secadas todas y cada una de sus lágrimas y callados sus llantos.

Hoy ha descubierto que lo que creía que no había retenido, lo tiene grabado en su memoria y esos pensamientos que creía fugaces los tiene impresos a fuego.

Ahora la hormiguita hercúlea escribe pensamientos y reflexiones con la inmensa serenidad que le ofrece la veteranía y con la ilusión de dejar ese legado a los suyos.

hormigas

La vida te quita y la vida te da, solo hay que esperar.

Recordando a tantos… A quienes descubren, porque más vale tarde que nunca, que es un error creer que tras el nido vacío ya no hay vida. Recordándole a él, a ella, a ti y a Ud.

A quienes de repente descubren que no son invisibles y quieren exprimir hasta la última gota de su jugo.

A los gigantes escondidos,

a los Hércules agazapados.

A los auténticos colosos.

@angels_blaus